22.1.10

VAMOS A REPARTIRNOS LOS PISTACHES

Nueve días han bastado para entender que ciertos ritos sociales no son tan vanos como mi añejada rebeldía me lo afirmaba. Hoy, la sonrisa melancólica invade por completo el recuerdo de mi pasado inmediato, que permanecerá entre mis recuerdos como las festividades navideñas más inusuales, más atípicas, y también las más nostálgicas. Mi deseo era contarlo mucho antes de este momento en que lo hago, pero tenía que dejar pasar esos “nueve días” que tanto bien me hicieron, y tanto mal se llevaron.

Habiendo comenzado el pasado mes de diciembre, una tarde, en la que había pasado a casa de mi madre para recoger a mi hijo, mi abuela (mi meta mamá) me presumió que había recibido una inmensa bolsa de pistaches, la cual, a petición mía, fue negada a abrirse; aduciendo mi dulce ancestra que tenía pensado repartirlos en la víspera de la cercana navidad. Llegando el tiempo de las posadas y ante la inminente llegada de los familiares que se repatrían para que no olvidemos lo necio, ruidoso y cálido que puede ser un pariente que vive en otra parte y a la vez nunca se ha ido; intentaba congraciarme sobradamente con mi abuela para que a la hora de la repartición fuese beneficiado de manera especial. Ella toda la vida fue equitativa y justa en grado severamente utópico, por lo que me recordaba que sería en navidad cuando nos iríamos a repartir los pistaches.

La Nochebuena fue sumamente fría, como muy pocas veces sucede en mi tropical ciudad natal, por lo que desde temprano buscamos alimentos y bebidas que calentaran el ambiente. Con una buena botella de tequila añejo, orejones, nueces, y pistaches de menor calidad y costo a los ya platicados, se nos quedo en el cajón la promesa de repartirlos. Ya después del bacalao y la pierna de cerdo, era pecaminoso pensar siquiera en cosas saladas para seguir acompañando al infinito tequila. El cansancio de haber trabajado ese día y la cercanía de mi responsabilidad de suplantar a Santa Claus en mi casa, me obligó a despedirme y dejar en la sala de la casa de mi madre, a mi abuela con sus hijos en plática que se antojaba lejana a finalizar. Los regalos de mi hijo y el hambre de un ser desvelado, hicieron eterna la mañana de navidad; ya una vez arreglados, regresamos al banquete del día de navidad, poco a poco todos los presentes en el día anterior volvieron a sus puestos en la mesa familiar. Todo parecía normal, excepto que noté a mi abuela un poco cansada, adusta y sin ganas de sonreír. Ya avanzada la tarde comenzó a toser con cierta regularidad; a cada ataque de tos se le contemplaba fastidiada; decidió irse a dormir temprano, me despedí de ella pensando que sería en mejor ocasión cuando nos repartiríamos los benditos pistaches.

Al día siguiente me despertó un telefonema de mi madre que me avisaba acongojada que en la madrugada mi abuela había empeorado y sufría una fuerte bronquitis. Casi no podía respirar de la continua tos que la agobiaba y decidieron entubarla. Un chequeo posterior encontró que el dolor del pecho que ella nos decía que era causado por la tos, había sido en realidad un infarto. En cuestión de horas su estado ya era considerado grave y de pronóstico reservado. De ahí siguieron 12 días en Terapia Intensiva, cada uno de nosotros pasamos en turnos a verla. Había 2 sesiones de visitas por día, donde entraban mi tía, la enfermera retirada, y primero, uno a uno de sus hijos, luego uno a uno de sus yernos y al final uno a uno de los nietos que decidieron pasar. Fueron días donde nos pusimos de acuerdo y con una unidad silente y dada por defecto, turnamos la guardia frente al mostrador del hospital en espera de noticias.

El fin de año llegó más rápido de lo que el nuevo comenzó expirar. Por primera vez me vi dormido y despierto antes del alba en la madrugada del primer día del año nuevo; tuve que relevar a otra tía que había pasado dicha noche dormida en la banca de la sala de espera. Mientras un café bendecía mi somnolienta alma, me acordé (que no me había acordado) de la repartición de los pistaches, una sonrisa gélida brotó como humo humilde mimetizado por una luz de bengala. Los Reyes decidieron no pasar por mi casa ni por la de mi madre, que con ganas de no pensar se entretuvo dicha tarde de domingo de los Santos Reyes, quitando el arbolito, el nacimiento, los foquitos y las luces del patio. No hubo rosca, ni chocolate, ni niño y ni habrá tamales siquiera.

A la mañana siguiente, el día amaneció frio y lentamente fue enfriando al alma de mi abuela, hasta que por la noche se fue sin decir nada, se fue dormida, se fue cansada. En 12 días cambió el concepto de su vida y se fue a buscar lo que había reservado para ella. Es ahí donde comprendí: que los velorios son para los deudos, que los abrazos y los pésames van quitando la idea de no aceptar lo ocurrido, que con cada beso y cada sonrisa se amortigua el dolor de lo infinito, que jamás me olvidaré de su grandeza, que dentro de un ataúd era posible admirarle su belleza. La misa de cuerpo presente quedará recordada como uno de los momentos más sublimes e íntimos en la historia de mi familia, las palabras justas en una homilía certera y confortante. No puedo dejar de dar gracias por haber disfrutado de la mejor abuela del mundo, como son casi todas las abuelas. La sepultamos al caer el sol en una colina que termina donde empieza un paisaje interactivo, bajo unos cables de alta tensión que emiten ruidos eléctricos a más de 20 metros de altura. El viento gélido coaguló un instante nuestra sangre y con el deseo ortodoxo de volver a verla, le dije adiós apurando el paso. Sigo recordando tantas flores juntas, tanto cariño, tanta amistad y tanta unidad derrochada. Entrada la noche, nos dispusimos a cenar toda la familia en casa de mi madre; los hijos, los yernos y nueras, los nietos y los bisnietos convivimos con la idea de darle sentido a la vida de mi abuela y sé que sin necesidad de externarlo, estaremos unidos siempre por y para el recuerdo de ella. Fuimos a la recámara de mi abuela, sacamos unas fotos, unas galletas y la bolsa de pistaches. Nunca en la vida he estado más confundido con la delgada línea que separa lo triste de lo alegre, abrí la bolsa a petición popular y decidimos repartirnos los pistaches, o mejor dicho, mi abuela nos los repartió a fin de cuentas.

Los pistaches todavía nos duraron los primeros tres días del novenario, donde todavía más gente sigue dándote el pésame sin saber que ya no es pesar sino alegría lo que sientes, tranquilidad de que tu ser querido ya libro sus defectos y dolencias, sus enfermedades y manías, jamás volverá a entristecerse y ya nada la molestará jamás. Espero tener siempre de los mejores pistaches para poder repartirlos, nunca se sabe cuando te despides de alguien amado, si esa será la última vez.


21 de enero de 2002

2 comentarios:

  1. La que más me gusta, gracias por recordarla así. TE QUIERO MUCHO

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  2. La leo y vuelvo a llorar.....gran homenaje a una super mujer....Gracias gordo.....

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